El principio del fin
 
Dicen que las prisas son malas consejeras, pero casi nunca que la bondad o el conocimiento sean necesarias, ni incluso aconsejables, para ejercer un puesto de asesor. Han pasado ya tres años desde que en febrero de 2036, con la excusa del consejo de unos consultores majaderos, el gobierno autorizó que los trabajadores pagaran a las empresas a cambio de que éstas les permitieran ocupar su tiempo y energía. Una valiente y arriesgada iniciativa que acababa con siglos de discriminación a la sacrificada labor empresarial, obligada a compartir una parte, injusta aunque pequeña, de sus legítimos beneficios económicos con sus empleados. No fuimos conscientes de estar ante el principio del fin.
Aquellos primeros meses vivimos momentos de euforia otrora desconocidos con el miedo a la desocupación desaparecido para siempre por un rato. Por unos miles de euros al mes, cualquier ciudadano podía tener cuarenta, o incluso más, horas ocupadas a la semana con sus raciones de estrés, cansancio, cabreo y tal vez, con un poco de suerte, algún accidente o enfermedad laboral. Con grandes manifestaciones, los autónomos exigieron igual trato, ellos ya tenían la experiencia y eso era un capital que la sociedad no podía desaprovechar, lo que resultó motivo suficiente para no desaprovecharlo. Olas de atracadores irrumpieron en los bancos para depositar sus ahorros a punta de pistola y la Sociedad General de Autores pagaba mafiosamente un canon a los que duplicaran discos de los cantantes de moda. Parados y pensionistas sufragaron las pensiones al estado, mientras los propietarios de las casas financiaban los abusivos alquileres con las hipotecas cobradas de los bancos y, aunque el sentido variara, los capitales mantenían el incansable flujo que evitaba la desintegración de un modo de vida experimentado.
Después de la tempestad, como casi siempre, vino la calma. Los empleados financiaban su salario acudiendo a los bares donde percibían 9 euros más propinas por cada combinado de ron con refresco de cola que metían al coleto y el alcoholismo y las resacas promovieron una de las mayores olas conocidas de ausentismo laboral. Los empresarios reaccionaron no aceptando los pagos de los obreros ausentes en un duro momento marcado por el excesivo endeudamiento de las entidades financieras, pero ya era demasiado tarde. Los capitales, postrados en sillas de ruedas, tenían limitados sus movimientos.
Ahora, en el final del fin, al ver en el banquillo de los acusados al asesor gubernamental no puedo evitar reconocer a ese joven y preparado idealista que fui en el comienzo del siglo XXI.
Carlos plusvalías.
Impresiones de un señor de derechas
viernes 3 de junio de 2005